Este artículo fue escrito para su publicación en el Nº 2 de la revista «Espacio Público», dirigida por David Antonio Vila Fonseca de «Esencias Urbanas», que salió a su distribución esta semana.
Desde que los grupos humanos se hicieron sedentarios y empezaron a vivir en comunidad y a agrupar sus viviendas como construcciones permanentes, generaron áreas de uso compartido; las grandes civilizaciones mesopotámicas y Egipto lo hicieron creando avenidas y espacios alrededor, para o en sus templos, pero el espacio público por excelencia nace con la democracia, en Grecia; basta ver el carácter introvertido de la vivienda griega y la importancia de la vida pública en ágora y acrópolis para entender el valor que el espacio comunitario tenía en las ciudades griegas.
Desde entonces, el espacio público es donde mejor debe expresarse la democracia, pues es el lugar en el que cualquier persona tiene derecho a circular y a estar, en el que no deben importar las diferencias entre las personas y, por tanto, es un lugar de encuentro y actividad donde se puede manifestar toda la diversidad que tiene una ciudad; el espacio público es donde se origina la vida política, cultural y económica de la ciudad, así lo ha demostrado la historia.
La calle es la primera forma del espacio público que tiene, además, las funciones de facilitar la movilidad y de ser el soporte de las actividades no privadas y de las actividades sociales de los ciudadanos. Antes de la aparición del automóvil, la calle fue el lugar de encuentro social por excelencia, de la convivencia barrial, condición que se fue perdiendo a medida que los flujos de movilidades aumentaban por la expansión de las ciudades, hasta convertirse solamente en un canal de circulación vehicular.

Las culturas más antiguas, incluidas las culturas precolombinas en América, además de sus calzadas, avenidas y calles, tenían plazas, amplias explanadas y espacios abiertos en sus ciudades, dedicados al encuentro, las festividades y el mercado. Eran espacios públicos, de encuentro social para todos en la vida cotidiana de estas urbes, aunque su organización social y su sistema de gobierno no conocían la concepción de democracia que hizo del ágora y la acrópolis griega la expresión del espacio público que, suponemos, hemos heredado.
Sin embargo, las plazas de las ciudades coloniales en Hispanoamérica respondieron más a condiciones de trazo y forma y para hacer evidente la presencia de los edificios de poder (ayuntamiento, gobernación, iglesia, incluso la casa del fundador) más que a requerimientos de su uso público, aunque, antes del crecimiento de las ciudades, fueron importantes para el funcionamiento del mercado urbano y para acontecimientos, sobre todo religiosos.

En las ciudades contemporáneas, desde que, en el Siglo XIX, surge el urbanismo como disciplina, los parques y las áreas verdes, son otras formas del espacio público e importantísimos componentes urbanos para definir la calidad de vida de la población urbana, dimensionados en función de la población y de los requerimientos ambientales.
También son espacios públicos, en este caso cerrados, amplias áreas de los edificios de equipamiento comunitario y social, como bibliotecas, teatros, mercados, escuelas, hospitales, estaciones, aeropuertos, centros comunitarios, etc. que son de propiedad pública, en los que la ley dispone restricciones de uso y accesibilidad en algunas sectores por razones de funcionalidad, seguridad y calidad del servicio a prestarse en ellos (bien común).
Aunque creemos ser herederos del ideal del espacio público democrático, en la colonia, el lugar de residencia en la ciudad, la ubicación en el templo, la libertad de movimiento y de acceso a algunas áreas, incluso de espacios públicos, además de la vestimenta, oportunidades para cargos o para educación y otros factores, eran expresiones de una rígida estratificación social; muchos de estos factores, que “reflejaban, en la práctica, los privilegios de los españoles con respecto a los criollos, de éstos con respecto a los mestizos y otras mezclas raciales y de éstos con respecto a los indios,…..”[1], se mantuvieron como restricciones para el uso del espacio público hasta muy entrado el período republicano, hasta la Revolución Nacional de 1952.
En nuestras ciudades, en La Paz más que en las otras, desde hace tiempo, la calle también va perdiendo sus virtudes democráticas por el mal entendimiento del verdadero concepto de la democracia, en la que los derechos de uno terminan donde comienzan los del otro; en nuestra ciudad cualquier grupo, por cualquier razón, se abroga el derecho de bloquear la libre circulación de los demás o de ocupar su espacio para su beneficio particular.

El bloqueo, al que lamentablemente parece que estamos acostumbrados, lo ejerce también el gobierno, el administrador de lo público, el que faculta el dominio del suelo y garantiza su uso. Las instituciones del estado, en una absurda interpretación de la dimensión política del espacio público, lo cierran al ciudadano, por un temor nada democrático, a una acción democrática de la gente de otorgarle carácter de dominio público en ejercicio de su derecho a un uso real de dicho espacio; no se refiere en este punto a la facultad de restricción de uso que el estado tiene y que debe ejercerla en función del bien común, sino a las arbitrarias limitaciones que se imponen de manera anti-democrática.
Lo de ocupar el espacio público en actividades particulares es un problema de muy difícil tratamiento, es un problema social estructural que tiene que ver con el desempleo, la informalidad y la pobreza. Es evidente que el comercio y otras actividades económicas en vía pública generan inseguridad y obstaculizan el libre tránsito y, al permitir la ocupación del espacio público con ellas, prima el beneficio particular sobre el principio del bien común; este principio se confronta con relaciones de poder que condicionan la equidad en el uso del espacio, reflejadas en conflictos y disputas por el control de ese espacio, en las que los actores ya no son individuos sino organizaciones cada vez más fuertes y con mayores pretensiones y capacidad para manejar el conflicto en su propio beneficio.

En este problema se encuentran, en una relación que no parece muy armónica, las dimensiones social, económica y cultural del espacio público y, considerando las características de la situación en prácticamente todas las ciudades de Bolivia, entra en esta relación la dimensión política; el gobierno central y sus políticas sociales y económicas, los gobiernos departamentales, los gobiernos municipales y sus esfuerzos para planificar, los que realizan actividades económicas formales y la población en general, son los otros actores que son parte del conflicto en el que, idealmente, el principio del bien común sobre el beneficio particular debería generar las líneas para armonizar la relación entre las dimensiones mencionadas y con la dimensión territorial que las sustenta.
El propósito de este ensayo es resaltar el principio democrático del espacio público en las ciudades, el espacio que es la representación física del escenario del día a día de sus habitantes, de lo colectivo, de las relaciones sociales, de las expresiones culturales y de la integración de la variedad, pero este ideal parece lejano cuando el “derecho de asentarse” para la actividad económica adquiere un costo con el que se transfiere, como en “derecho de propiedad”, el espacio público y, al amparo de la “inevitable informalidad”, a pesar de los altos montos que se mueven, no genera rédito a la ciudad.

El problema está también en los parques y áreas verdes, donde el avasallamiento al espacio público es de mayor escala, el de los “loteadores de cuello blanco” que suelen manejar documentación de propiedad, posterior a la Reforma Agraria (1953), de dudosa legalidad y aprovechan indefiniciones jurisdiccionales (límites municipales), para ocupar, sin consideración alguna de lo establecido en la norma, áreas protegidas, áreas no urbanizables e incluso áreas de riesgo, generando asentamientos que se anticipan a cualquier intento de planificación y ordenamiento que pudieran desarrollar los gobiernos municipales.
No hay recetas para tratar estos problemas ni se pretende tener sus soluciones, pero sí es posible enfrentarlos, aunque, por su carácter estructural, debe hacerse desde todos los niveles, mediante políticas nacionales de empleo, educación y desarrollo urbano, entendiendo que la informalidad es un problema pero también puede verse como una potencialidad y que la formalización no se logra por decreto porque es un proceso; se debe conocer y comprender a la gente que es quien le da sentido al espacio público y desarrollar procesos de planificación municipal verdaderamente participativos en busca de recuperar el uso democrático del espacio público, porque la democracia es la esencia del espacio público y éste su expresión en el territorio.

[1] Hardoy, Jorge E.: La Construcción de las Ciudades de América Latina a través del Tiempo; México 1978
Imagen de cabecera o imagen destacada: Plaza de San Francisco, el espacio público por excelencia y la máxima expresión de su uso democrático, en la ciudad de La Paz. Fotografía de medium.com